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Cuando vivía en mi isla natal soñaba con marcharme de allí. Me tumbaba en mi cama individual, me tapaba con la colcha de Goofy (yo siempre he sido más de Donald) y ponía en el mp3 canciones que hablaban de dejar atrás tu ciudad, de marcharte, de huir.
Quienes han crecido en una casa desestructurada, y más en concreto con padres enfermos, conocen la culpa que acarrea la fantasía del escapismo. ¿Cómo les voy a abandonar si todo depende de mí? Los hijos (en especial los mayores) que crecemos en un estado de perpetua vigilancia nos colocamos en una posición de responsabilidad que no nos compete. Todas tus decisiones pasan por el filtro del deber, aunque sea autoimpuesto, y esto hace que aprendas a negarte muchas cosas, muchos sueños.
Dicen que desprenderte del anhelo es una virtud, pero la juventud es la época en la que nos corresponde desear. Si lo único que escuchas en tu cabeza es que no puedes permitirte querer más, el eco de ese monólogo resonará en cada decisión que tomes.
La casa de mi infancia es un poco laberíntica. Tiene dormitorios inmensos con puertas que conectan entre sí, cuartos de baño diminutos en los que la presión del agua es inexistente y un pasillo largo como un túnel. Siempre compartí cuarto con mi hermana, una experiencia poco recomendada a partir de la menarquia. Recuerdo la línea invisible que dividía el dormitorio en dos como un perpetuo campo de batalla. Muchos gritos, mucha tensión, muchas carencias, muchos traumas que procesar y muy pocas herramientas para hacerlo. Ahora en ese cuarto solo hay una cama y no queda ni un solo póster de los que empapelaban mi pared. Qué importante es para una adolescente tener una pared que decorar.
Como era una niña solitaria, no solían invitarme a casas ajenas. Cuando al fin hice mi primera amiga, su cuarto se convirtió para mí en un cobijo luminoso, limpio y sereno. Uno de los veranos más felices de mi niñez lo pasé casi entero en su casa. Jugábamos juntas a Los Sims 2, veíamos vídeos de anime en YouTube y nos bañábamos en la piscina de su comunidad. Su familia no era ni mucho menos perfecta, pero recuerdo que a mi yo preadolescente se lo parecía. Detalles triviales como que su madre nos preparara la merienda o le comprara ropa para mí eran algo excepcional. La mía no podía hacer nada de eso y, aunque entendía por qué, no podía evitar que me doliera.
He tardado muchísimo tiempo en validar ese dolor, en reconocerlo sin que suponga una traición al profundo amor que siento hacia mi madre. Si has crecido con padres ausentes, entenderás a lo que me refiero.
A los 15 años tuve mi primer novio y con él aprendí la primera regla del Manual de Supervivencia para Escapistas: la casa de tu pareja puede convertirse en tu segunda casa. Desde entonces encadené relaciones y mentiras en forma de “fiestas de pijamas”. Me pasaba horas en el transporte público con tal de estar un rato en cualquier otro lado que no fuese mi casa. Te pido que empatices con la sensación de asfixia de una adolescente que no tiene un lugar donde ser una adolescente. Un lugar donde hacer ruido, cometer errores, bajar la guardia, donde dejar de pensar por un segundo que es su responsabilidad sostener a toda su familia.
Creo que todas estas experiencias hubieran sido muy diferentes de haber contado con una habitación propia, como dice la Virgi. Mi hermana y yo sabemos que nuestro cuarto nunca fue muy mío. En la guerra por el espacio, decidí desertar en busca de cierta paz. Quédatelo, anda, ya encontraré yo otro lugar. Mi escritorio dejó de ser el sitio donde escribía, jugaba a videojuegos y chateaba por Skype, y durante años busqué asilo político en lugares como la cocina, el pasillo o el salón. Finalmente mi padre abandonó su despacho y mi ordenador terminó asentado allí, un zulo oscuro de un metro de ancho y dos de profundidad, con torres de enciclopedias, polvo y cajas que llegaban hasta el techo. Al fin tenía un refugio, una puerta para cerrar. Esos fueron mis últimos años en la casa de mi infancia, pero de algún modo siento ese cuartucho más mío que el dormitorio que compartía por las noches con mi hermana.
Cuando terminé la universidad, fue mi madre quien me instó a irme de la isla. No quería que me limitara por ella e intuía que nunca me atrevería a irme sin su apoyo. Creo que mi madre sabía que alejarme era la única forma en que podía cuidarme. Lancé en una maleta la poca ropa que tenía, encontré un piso de mala muerte por Internet y en un solo fin de semana me despedí del lugar que había sido mi casa durante 22 años. El lunes amanecí en Madrid.
Ese primer año en la capital fue la única vez que he tenido un dormitorio para mí sola. Viví en un piso cochambroso que pagaba en negro, donde desde hacía diez años habitaba el ser más guarro que he conocido en mi vida: su alimentación consistía en burritos de jamón y queso al microondas y mantenía los espacios comunes (la cocina y el baño, porque no había salón) cubiertos por una pátina de pringue fosilizado. En el dormitorio sobrante iba rotando cada mes un nuevo inquilino. Conviví con una periodista de viajes que preparaba toneladas de sushi casero, con bastantes estudiantes de Erasmus que apenas hablaban español e incluso tuve que lidiar con un cocainómano que coleccionaba botellas de Jack Daniel’s. Fue un año interesante.
Después de eso me mudé con mi pareja y construimos juntos el hogar en el que llevamos ocho años, que se dice rápido. La gente, cuando visita nuestro pisito, dice que es muy acogedor y estoy de acuerdo. Mi casa ahora es un lugar al que siempre me apetece volver. Creo que cuando uno crece en contextos turbulentos y ruidosos en los que no se siente seguro, es natural que de adulto busque todo lo que entonces le faltó. En mi piso suele reinar la calma, nunca hay gritos, ni portazos, ni taquicardias, ni pasos apresurados. Se respeta la intimidad y se celebra la comunidad.
Vivir en un entorno seguro me ha dado la serenidad necesaria para hacer las paces con la casa de mi infancia. Al principio me costaba mucho regresar sola a la isla, me traía demasiados recuerdos dolorosos. Incluso me apareció una horrible alergia que antaño no estaba ahí. Quizá fue una coincidencia, quizá lo emocional también sea físico. El caso es que ponía en práctica la primera regla del escapista y durante mis visitas me quedaba en casa de mi suegra.
Luego llegó el fulminante alzhéimer de mi padre y mi madre decidió vender la casa. Demasiadas habitaciones para una señora sola y enferma.
Empaquetar toda tu infancia es una experiencia bastante introspectiva. Tiramos muchas cosas y vendimos otras muchas. En el proceso perdí algunas que me da pena ya no tener, como mis discos de My Chemical Romance, mi primer peluche, casi todas las fotos de mi adolescencia o mi admirable colección de Los Sims. Con la casa tan vacía que el sonido se propagaba por las esquinas, tras un par de visitas de potenciales compradores mi madre cambió de idea y decidió que, a pesar de la ausencia de mi padre, se la quería quedar. A veces el problema no es tanto la estructura, como los fantasmas que hay en ella.
Este último año he ido tanteando el regresar yo sola a la isla, sin mi pareja y sin el comodín de la casa de mi suegra. Una noche, un par de días, una semana. Poco a poco. Al principio era muy doloroso dormir en esa casa, habitar en ella durante más de una hora de visita. Hay mucho trauma que tiene ahí su origen y el cuerpo lo sabe. Pero igual que yo ya no soy la misma persona que era cuando vivía ahí, esos espacios tampoco permanecen inmutables.
Volver a la casa de tu infancia es como jugar a las siete diferencias con la vida.
La semana pasada estuve de nuevo allí y hablé con mi madre de mi dolor, mi culpa y mi trauma. Lloré mucho, algo que hago poco, y ella me dio el consuelo que durante tanto tiempo he necesitado. “Tienes razón, hija, tienes razón”, me dijo. Cuánta falta me hacía escuchar eso. No es lo mismo saber que has tenido una infancia dura, que reconocer los sentimientos que ello acarrea. La validación de mi madre fue como si me diera permiso para sentir la confusión, la rabia, la pena y el duelo que aún encuentro en mi pasado. Esa abrumadora complejidad que acompaña a nuestra historia común.
En cada una de mis casas he sido una persona diferente y en ellas he hallado o perdido partes de mí. Tengo mucho que agradecerle a esas paredes, a esos techos, ventanas, camas y habitantes que me dieron un lugar donde crecer y dormir. Sin embargo, ninguna casa es comparable a la de nuestra infancia. Un lugar que, a pesar de todo el dolor, quiero y siempre querré.
Celebro que el tiempo me haya permitido volver a ella sin tantas cargas y estar encontrando una nueva forma de habitarla. De habitarme. ✸
✸ Escribo Llamada☎️Perdida para conectar con otras personas, por lo que si te has visto reflejada en mis palabras, me ayudaría muchísimo que compartas este número (🔗aquí) para que mi voz le llegue a otras soñadoras perdidas.✸
📖 No solo he vuelto hace poco a la casa de mi infancia, también a una de mis viejas pasiones: Los Juegos del Hambre. Amanecer en la cosecha es la nueva entrega de la saga, donde se cuenta la victoria de Haymitch. ¿Qué quieres que te diga? Lo he disfrutado mucho.
📺 Tras años de espera, al fiiiiin han estrenado la temporada final de The Handmaid’s Tale (El Cuento de la Criada). Si eres de esas personas que la comenzó pero se quedó por el camino, te animo a darle otra oportunidad a esta distopía.
🎮 Los creadores del conmovedor It Takes Two han sacado otro juego para explorar en pareja: Split Fiction. En esta aventura, dos escritoras, una de sci-fi y otra de fantasía, se enfrentan a un peligro que las obliga a adentrarse en los universos de sus historias, el sueño de todo escritor.
🎧 Una canción que encapsula cómo me siento al recordarme.
¿Cuántas casas, sean propias, ajenas o temporales, dirías que has habitado?
¿En cuáles te has sentido más segura y por qué? ¿Qué crees que necesitas para reconciliarte con las más dolorosas?
Estas preguntas no son fáciles y cada persona encontrará su propia respuesta. Date un ratito para pensar sobre ello, es importante dedicarse tiempo.
Si quieres compartir conmigo tu respuesta puedes hacerlo comentando en Substack, por Instagram o respondiendo a este mail.
✸ Tanto mi retorno a la casa de mi infancia, como este viaje de autoconocimiento que estoy recorriendo se los debo a mi psicóloga. Sé que es un privilegio enorme poder ir a terapia, igual que sé que no es lo que todo el mundo necesita.
Cada persona tiene una relación única con sus traumas y necesita algo distinto para superarlos. Igual que nadie puede hacerlo por ti, tú no puedes hacerlo por nadie. No es lo mismo apoyar que controlar y esta diferencia hay que tenerla en cuenta tanto a la hora de recibir, como a la hora de dar. Hay quienes se retraumatizan al hablar de sus heridas, mientras que a otros nos libera.
Me siento un poco abuela cebolleta contando mi vida por esta newsletter, pero veo importante seguir haciéndolo, tanto para mí como para quien descubre algo de sí mismo en mis palabras.
Hala, cuídate mucho.
Muchas gracias por escribir esto. Yo compartí muchos años la recámara con mi hermana. Ella era mayor que yo y era quien jugaba conmigo a las muñecas de papel, quien escuchaba mis palabras y yo viví sus sueños angustiantes y gritos después de un trauma personal terrible. Efectivamente no era mi cuarto o su cuarto.
Las peleas de mis padres eran a puerta cerrada donde las dos hijas y el hijo escuchábamos todo de todas maneras. Mi padre fue un hombre ausente aún estando en casa y siguió siendo ausente toda si vida, creyendo que estaba presente.
Dejar esa casa de tantos años, hasta mi edad adulta, por un lado me causó inseguridad pues era lo único que conocía pero al final logré, como tú, tener un lugar propio, con mi esposo, juntos hace más de 20 años, que puedo llamar hogar y donde encuentro amor y serenidad.
Gracias 💜
Creo que es mi lectura favorita desde que me cree un substack. Me toca personalmente desde un lado opuesto. Para mi mudarme de mi pequeña ciudad y de la casa de mi infancia fue un proceso muy doloroso y hasta el día de hoy siento que los mejores años de mi vida los hice en esa casa, en esas paredes de mi cuarto que iban cambiando de estilo según mi edad, en las manchas de pintura en el piso. Después de esa casa vinieron etapas de ansiedad profunda, de experimentar la adultez y de lidiar con una ciudad grande y bastante hostil opuesta a la mía. Te abrazo virtualmente y que bonito saber que estas armando un hogar cálido y acogedor.