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Me ha llegado un encargo para maquetar la revista anual de un pueblo. Es una tradición con la que llevan ya unos años; los vecinos escriben artículos, relatos, recetas y los firman con orgullo para intercambiarlos entre ellos. Para dejar constancia física de su paso por el mundo. Entre las noticias destacan el nacimiento de tres bebés, un taller de rap para niños y el lanzamiento de los libros de dos lugareños: uno de relatos autopublicado, otro histórico que incluso fue a la feria de Sant Jordi.
Mientras coloco sus textos y selecciono las fotos, reflexiono sobre esa fantasía tan común de mudarse a una aldea, restaurar una casa, plantar un huerto y vivir en comunidad. Un idilio aburguesado en el que no hay sudor ni labranza, tan solo retiro y contemplación. Dormir en una cabaña, beber limonada casera, escribir junto a la ventana. Aunque el concepto me seduzca, sé que para mí nunca sería suficiente.
Vivo en un edificio de seis plantas y solo me sé el nombre de un vecino. No porque nos conozcamos o nos prestemos sal, sino porque un día mi ducha le causó goteras y no nos quedó otra que mirarnos a los ojos. Me conozco los cuarenta metros cuadrados de mi piso alquilado de memoria, es donde descanso, trabajo y me relaciono. Echo en falta otras paredes, a otras personas, disponer de un tercer espacio al que poder ir cuando no tenga mayor propósito que estar en otro lugar. Cuando me apetezca tener conversaciones triviales con esas vecinas cuyos nombres entonces sí me sabría. Un parque, una iglesia, un bar de la esquina. Pero mi tercer espacio es mi sofá, mi Netflix, mi teléfono. Sobre todo mi teléfono.
Internet antaño era en sí mismo un lugar, hasta tal punto que le concedíamos su propia dirección postal en el organigrama del pasillo. “El cuarto del ordenador” contenía una mesa enorme que alojaba la torre, la pantalla cúbica, los altavoces, la impresora, el fax, el módem, el ratón de bola que había que limpiar cada poco tiempo. Para entrar en Internet tenías que atravesar una puerta, física y metafórica. Todos los dominios tenían una “home” en el sentido más hogareño del término: nada más entrar encontrabas un mensaje que te daba la bienvenida a ese rincón digital y casi siempre había una imagen o botón, a modo de portón al que llamar, en el que para pasar al resto del sitio debías hacer primero click. Toc-toc, ¿se puede? Conectarse era un acto consciente, una decisión, un plan alternativo a ir al cine o la biblioteca.
Luego llegó el smartphone y se lo cargó todo.
Internet ya no es un lugar al que voy, sino un apéndice, una prótesis de la que dependo para caminar por la vida. Otra parte más de mí a la que doy uso con la inconsciente naturalidad con la que muevo mis manos.
Para la gente más joven el Internet de los 00s es solo una estética algo hortera, llena de gifs pixelart y fuentes mal emparejadas. Pero lo bonito de ese Internet no era su peculiar apariencia, sino la ingenuidad con la que nos movíamos por él y el pudor que sentíamos, tan similar al que se siente cuando tu vecino te deja pasar a su casa… aunque sea para enseñarte unas goteras.
No es que antes la gente fuese más amable, es que antes lo digital era un espacio ajeno o comunal, y, por tanto, uno se debía comportar. Internet era un parque, una iglesia, un bar de la esquina, la residencia de un vecino. Ahora es el baño de tu piso. Lo hemos hecho tan nuestro que nos da igual poner la música alta, ir desnudos y cagarnos en él. Total, estoy en mi casa. Estoy sola. Sola con ocho mil millones de personas.
Y me molesta el ruido de sus pisadas, pero me da igual si el ruido lo hago yo.
Y no recuerdo el nombre de nadie, pero quiero que todos conozcan el mío.
Me gustaría ser esa escritora que se muda a un pueblo vaciado y es feliz compartiendo sus reflexiones en el periódico local. Me gustaría ser esa escritora que solo necesita como lectoras a sus amigas. Me gustaría ser esa escritora que se emociona porque un desconocido le ha regalado un like. Me gustaría ser esa escritora que crea universos que nunca saldrán de sus libretas porque lo que le divierte es imaginarlos. Me gustaría ser esa escritora que no siente que deba demostrar nada porque le basta con escribir.
Pero no soy esa escritora.
Me duele ser esa escritora que busca la aprobación de una editorial tradicional. Me duele ser esa escritora que se presenta a grandes concursos con la intención de ganar. Me duele ser esa escritora que cuenta los seguidores que tiene en Instagram, en Threads, en Substack. Me duele ser esa escritora que prioriza las ideas de sus libros en base a su viabilidad comercial. Me duele ser esa escritora que anhela el estruendo de un aplauso con el que paliaría el sufrimiento que le genera escribirle al silencio.
¿Cómo voy a querer mudarme a un pueblo donde celebran que hayan nacido tres niños en un año, cuando aspiro a destacar en una capital? ¿Cómo va a enorgullecerme que aparezcan mis palabras en un panfleto regional, si ni siquiera me sacia que las lean personas de otro continente? ¿Cómo voy a estar satisfecha con mis pequeños logros, con mi modesto impacto, con mi esquiva popularidad, si realmente no vivo en un cuarto, en un edificio, en un barrio, ni siquiera en una aldea… sino en todo el puto cosmos?
La capacidad de llevarnos Internet a cualquier parte ha hecho que estemos con todo el mundo, en todos lados, todo el tiempo. Frente al todo, nada es nunca suficiente.
Hay etapas en las que me he marcado ejercicios de “desconexión” en un intento por recuperar el control de esta dependencia de la que no puedo desintoxicarme si quiero vivir en sociedad. Es un problema de perspectiva, de verme empequeñecida y aislada frente a un tsunami de cuerpos y rostros. Durante milenios los humanos convivimos en lugares modestos donde a lo sumo conocías a mil personas. Abarcar con la mirada la inmensidad global de Internet requiere que uno trepe muy arriba, casi hasta rozar los satélites. Normal que me maree, no estamos hechos para los niveles de oxígeno que se respiran a esa altura.
En momentos así me repito que sería más feliz en un pueblo, en un charco pequeño, en una isla, en otra época; en lugar de reconocer que una comunidad no es un sitio al que llegas y ya está, sino una red de cuidados que se construye, estés donde estés, gracias a la voluntad de sus integrante. Incluida la mía. Incluida la tuya. Quizá deberíamos empezar por preguntarles el nombre a nuestras vecinas.
Me digo que si publico en cierto sitio o llego a ciertos seguidores a los que disfrazo de lectores, tendré suficiente. Seré suficiente. ¿Mas cuánto es “suficiente” cuando te colocas entre ocho mil millones? ✸
✸ Escribo Llamada☎️Perdida para conectar con otras personas, por lo que si te has visto reflejada en mis palabras, me ayudaría muchísimo que compartas este número (🔗aquí) para que mi voz le llegue a otras soñadoras perdidas.✸
💻 He encontrado esta maravillosa web que recopila viejos sitios y blogs que han quedado suspendidos entre los 90s y los 00s (no compatibles con móvil, abrir en el ordenador). Mención especial a las páginas de:
Anang, sin duda la tía más cool de Indonesia.
Una tal Jennifer que claramente era una escritora de fantasía.
El "pequeño trocito de cielo" de Loris, su cocina.
Este club de coches de Gran Canaria, porque los canarios estamos siempre en todos lados.
Por último, esta página a la que entras, cual pervertido, mirando a través de un agujerito.
📖 Creo que esta se va a convertir en mi lectura favorita del año. La vida invisible de Addie Larue cuenta la historia de una mujer que hace un trato fáustico para ser inmortal, pero a cambio todas las personas la olvidarán tras hablar con ella, haciéndole imposible mantener ningún vínculo. Una historia preciosa, bien escrita y que te sumerge con facilidad en la trama.
🎬 Esta película de Prime Video es lo más perturbador que he visto desde La Sustancia. La Evaluación nos sitúa en un futuro en el que, debido a la superpoblación, está prohibido tener hijos y solo unas pocas parejas privilegiadas pueden tan siquiera presentarse a la prueba que determinará si les conceden permiso para reproducirse o no. Me tuvo abrazada al cojín hasta el final.
🎤 En el nuevo episodio de ESGR!TORAS charlo con la escritora de erótica sobre el machismo del spicy. Como feminista y lectora de Romantasy me parecía un melonaco importante que aún no he visto que se aborde. Lo tienes en YouTube y Spotify.
¿Tienes una comunidad física que te cuide y a la que cuidas?
¿Qué puedes hacer para crearla/sostenerla? ¿Esperas a que te incluyan y encuentren, o eres tú quien de forma proactiva se acerca e interesa?
Estas preguntas no son fáciles y cada persona encontrará su propia respuesta. Date un ratito para pensar sobre ello, es importante dedicarse tiempo.
Si quieres compartir conmigo tu respuesta puedes hacerlo comentando en Substack, por Instagram o respondiendo a este mail.
✸ Pienso mucho en cómo nos relacionamos en esta era digital. Últimamente me encuentro respondiendo más stories, comentando más newsletters, abriendo más DMs, de forma orgánica y natural, como la madre que le felicita el cumpleaños a la tía por Facebook. Estamos sedientos de relaciones genuinas y por ello buscamos un placebo rápido.
La realidad es que no quiero otro audio de Whatsapp, quiero poder quedar contigo de una vez. Y es que estar tan conectadas por lo general no nos une, sino que nos separa.
Hala, cuídate mucho.
Pues esta newsletter me ha dado muchas ganas de conversar contigo.💖
Muy interesante, da para reflexionar. Los algoritmos a veces nos hacen ir pasando haciendo scroll sin fijarnos en nada ni nadie. Hace que la conversación aparezca menos incluso.
Un abrazo